miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los Mejores Cuentos de Honduras





 Balas Cruceadas
   (Elíseo Pérez Cadalso)



Junto al camino real que conduce hacia Tierras Coloradas, la cruz del finado Casio ya sólo asoma los hombros de puro sumergida en un túmulo de piedras, que crece indefinidamente por obra y gracia de la piedad cristiana, pues cada quien que pasa por allí se cree obligado a arrojar sobre el montón un guijarro más, en sufragio al alma del difunto. Y la cruz, con sus brazos extendidos, da la impresión de un náufrago que está pidiendo auxilio en medio de aquel mar de soledad.

A Casio lo mató Chombito Vargas, el terror del valle entero, cuyas víctimas son tantas que ya dan para hacer un cementerio.

El temible desalmado maneja con igual destreza la pistola, el puñal y el guarizama; y casos ha habido en que, esgrimiendo un simple caite, dominara por completo a dos o tres adversarios armados de machete, picándolos después a su sabor.

Porque lo cierto es que si bien él comenzó su carrera criminal forzado por las circunstancias, ahora mata por gusto, jactándose a pulmón pleno de cada fechoría.

La gente, por temor, le dice Chombito, nunca Jerónimo o Chombo a secas; no vaya a ser que en una de esas tome a mal tanta confianza y ¡pum! te manda de una vez donde San Pedro.

No hay duda de que el hombre se sabe «sus cositas». Dizque cierto brujo mexicano que vino huyendo del hambre allá por 1920, le enseñó las artes para volverse invisible. Y sólo así se explica que cuando la autoridad lo persigue por alguna de las suyas, él frescamente se convierte en cabeza de guineos, y cuando alguien trata de comerlos lo que muerde es el ruedo de sus pantalones. Total, que jamás lo han capturado porque se les hace jolote, perro, chancho, lechuza y hasta tronco de quebracho. Pero aún con esos poderes sobrenaturales, Chombito no está contento. Y la arena en su zapato es Nicasio Santelí más conocido como Casio por ser el único que le ha sacado suertes a la mica de El Pedregal, serpiente de cuatro metros que tiene su cueva al pie de un espavel y que hasta hace poco solía pasearse por el vecindario haciendo depredaciones de animales domésticos, especialmente pollos y conejos tiernos, siendo doblemente peligrosa porque no sólo «pica» sino que también cuerea. La gente asegura que Casio cierta vez pilló al reptil metiéndose en su agujero y que de golpe le tapó la entrada. A los tres días levantó la piedra que le servía de losa, y la\culebra salió como relámpago. Sembrando la cabeza contra la tierra, comenzó a lanzar colazos mortales a revés y derecho, teniendo su carcelero que defenderse con un garrote de apenas pie y medio.

Después de combatir casi una hora, el bicho, fatigado, buscó de nuevo el escondrijo, y el hombre le cerró la salida hasta la próxima oportunidad.

Y vinieron otro combate y otro encierro hasta que por fin un miércoles la mica, ya jadeante y extenuada, vomitó algo amarillento como el ámbar que el vencedor se aprestó a recoger, echándolo en un jícaro sabanero que a propósito llevaba, y al punto, de rodillas, rezó seis avemarias: tres al derecho y otras tantas al revés.

De ahí arranca, pues, el encono de Chombito, quien al saber la noticia, «me quito el nombre si en un mes no le bebo la sangre a ese jodido» dijo, ya que siendo así las cosas, uno de los dos sobraba en la comarca. Eso de eliminar a un adversario tal, tenía que ser obra de astucia, pues el otro no era chiches, máxime ahora que disponía de un amuleto. Por eso Chombo no lo dejaba ni a sol ni a sombra; lo atisbaba hasta en los mínimos pasos; y una tarde en que Casio se disponía a tomar un baño en la Poza del Hombre, le cayó de soguilla, justo cuando ya estaba desnudo, desyugulándolo de una puñalada.

Mientras el cuerpo se debatía en estertores convulsivos, las aguas teñidas en púrpura caducaron el cielo de los peces. Cuando vino la Mayenca, su mujer, ya se había desangrado totalmente.

Con su llanto interior de piedra india, la hembra echó el cadáver en una batea de madera y cargó con él rumbo a la rancha.

Identificar al hechor no fue empresa difícil, primero porque todos conocían al hombre del juramento homicida, y segunda, por la cagada, ya famosa, que el sujeto solía dejar junto a sus víctimas, dizque evitando que lo encontrara la escolta, pues creía a pie juntillas que en eso radicaba el secreto de volverse gaseoso e inasible.

Al velorio llegaron sólo parientes y unos contados amigos, ya que los más se abstuvieron temiendo las represalias del chacal, quien de seguro les espiaba todos los movimientos.

El muerto estaba tendido sobre un tapexco de varas. Un petate le servía de ataúd. Tenía los pantalones adrede desprovistos
de cinturón, para evitar que a medianoche el hechor, disfrazado de torva bestia negra, se lo llevara arrastrado sepa judas para dónde, como había hecho con otros en pasadas ocasiones.

Las mujeres, en un cuarto, le rezaban al Santísimo, con tablillas de miedo en las espaldas, mirando a cada instante hacia la puerta, no fuera a presentárseles de golpe el sombrío personaje.

Sólo Chema, hijo mayor del occiso quince años labrados en pura caoba, no bosticó palabra desde que supo la tragedia. Estuvo, sí, muy ocupado toda la tarde hasta el anochecer. Subió al tabanco y bajó la chuspa donde Casio guardaba sus materiales de cacería: un lingote de plomo para hacer balas; un cacho de bovino conteniendo pólvora; mezcla para hacer tacos; cuatro fulminantes, y varios fragmentos de cartón. La escopeta colgaba del horcón; era de sólo un tiro y se cargaba por la boca, con ayuda de la baqueta. Pero cada mechazo era un venado porque en él iban cinco proyectiles. El mismo Chema ya se había comido nada menos que tres cachudos y cinco tepezcuintes.

Esta vez, antes de cargar el arma tomó las balas una por una ya redondeadas con un pedazo de hierro, alias martillo, y con el filo del machete les marcó una cruz, bañándolas luego con agua bendita. Sólo con balas cruceadas se pué joder al Malo le dijo un día su tata, mientras le enseñaba las, oraciones que él aprendiera de su padrino el mexicano.

Ya no quedaba sino esperar. Llegó la medianoche, y nada. Únicamente el silencio inquieto, que se revolvía por toda la casa.

Por fin, y antes de que cantaran los' gallos, ¡eureka!, apareció la bestia, negra toda ella con la pechera blanca, parándose en sus dos patas a la orilla del barranco. Más que perro parecía un oso enorme, con dos ascuas en los ojos. Mientras lanzaba ladridos casi humanos, un viento de muerte congelaba las gargantas. Todos temblaron. Todos menos Chema, quien, haciendo  mampuesta contra el  horcón, esperaba el  momento más propicio. Y cuando el monstruo quiso avanzar, ¡boom!, sonó la descarga, haciéndolo rodar por el abismo.

Alumbrándose con hachones de ocote, los menos miedosos se acercaron al sitio de la escena, habiendo encontrado únicamente sobre las hojas secas un pespunte de sangre que moría en la quebrada. El animal iba, pues, pegado y seguía aguas abajo...

A la mañana siguiente, apareció Chombito flotando sobre la Poza del Hombre el pecho condecorado por cinco perdigones, con un rostro cristiano, tan cristiano que las viejas rezadoras, estupefactas, reprimieron su comentario, limitándose a decir:

¡Dios lo haiga perdonado  porque era malo el difunto  y se santiguaron, todavía con temor, por aquello de las dudas...


La Tentación
  (Arturo Martín Galindo)



En el centro del valle se destacaba la aldea. Desde la cumbre de un otero, media oculta en el follaje, yo la había adivinado. A la proximidad del villorrio mi mulo alargó, el paso. Llegué a eso de las cuatro de la tarde, cuando el mordisco del sol tendía a la clemencia.

Hallarme hospedado en casa de gente cristiana. Dióseme aposento en la sala de honor, muy blanca de cal y alfombrada de pino fragante. ¡Qué encanto el de estas casitas aldeanas, limpias como ropa lavada y hospitala-irias como un corazón! Al atardecer, una chica de pies desnudos vino a mi cuarto. Sonrojóse hasta los ojos bajo el pecado de los míos que la escudriñaron y me dijo con cantarína voz:

Se le ruega, mi señor, la merienda está esperándole.Fui tras ella hasta el extremo de un corredor, donde sobre una mesa sin mantel humeaba el candido yantar.

Al caer la noche, una muchacha robusta y despeinada se ocupaba de rajar una pesada troza de pino. Yo la ofrecí la fuerza de mi brazo:

—Déjame la tarea, muchacha.
—¡Ay no, señor, no! Si yo lo puedo hender y hay ya bastante ocote para la luminaria. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano regordeta y rió agradecida. Pude ver la blanca salud de sus dientes, y cuando se inclinó a recoger las astillas resinosas, vi también, por el amplio escote de su camisa almidonada, la rotunda verdad de sus senos.

En el centro del patio chisporroteaba ya la fogarata; era una suerte de sahumerio para ahuyentar la plaga; era además el viejo hogar, el viejo calor doméstico grato a los corazones. Todas las gentes de la casa, en cuclillas, formaban noche a noche una ronda cordial cabe la luminaria; relataban leyendas; toda una tradición de aparecidos y duendes danzaban su danza fantástica; era la hora clásica de la conseja; la llama roja y palpitante ponía en todos los ojos un extraño fulgor, y el estupor que despertaban los relatos, agrandando los ojos, agrandaba el fulgor.       Yo, en tanto, desentumía mis piernas dando lentos paseos a lo largo del corredor; el taconeo de mis botas producía un sonido isócrono y amodorrante; mi sombra trepaba por la pared enjalbegada, en locas embestidas, tan locas e inquietas como las mil lenguas rojas de la luminaria.

Tras el naranjo del patio una luna achatada asomó su desteñida faz, y, a lo lejos, de algún corral distante/ un perro aulló. Era un aullido prolongado y quejumbroso como un grito. Un escatefrío de terror recorrió a las gentes congregadas y hubo un silencio que duró lo que el aullido. Luego alguien explicó:

Sí confirmó otra voz, los perros ven muchas cosas que los hombres no ven.

Un anciano de manos sarmentosas, hundidos los carrillos, desdentado, largas y blancas las pestañas que parecían punzarle los discos apagados de sus iris, terció con gesto patriarcal:

—No es un alma en pena, es que ha visto pasar la Tentación.
—¡La Tentación! clamó una voz medrosa de mujer; y un mocetón recio y brutal, inocente o estúpido, se persignó.
—Sí, la Tentación confirmó el anciano—. Primero se siente un gran viento frío y luego baja de la montaña una bola de fuego... Cuando esto pasa, aullan los perros y caen las flores de los árboles que están en flor y a las mujeres embarazadas las prende la -calentura... Cuando pasa la Tentación es que el Enemigo Malo anda suelto...

Un zagal, los ojos de asombro y la voz aflautada, con tono presuntuoso exclamó:

—¡Mérito ayer no más al mediodía que yo venía del rastrojo! Hizo un gran viento, un gran viento frío, pero no vi la bola porque se me voló el sombrero y medí la estampía a recogerlo.

—¡Animal! agredió el corro. La Tentación sólo tienta de noche.
—¡Verídico! sentenció el viejo de las pestañas. La Tentación sólo tienta de noche. Yo sí que la vi allá en mis mocedades.                                             

Era una noche negra, negra... Cuando yo regresaba de rondar la casa de una  muchacha, que ahora ya es abuela, terciada la vihuela con que me acompañaba las coplas, y unos buenos tragos entre pecho y espalda, medio adormilado, íbame derechito a mi champa, cuando desde un corral un perro aulló y vino un gran viento frío...

—¡Asús, qué tribulación!
—¡Sea por Dios! ¿Era la Tentación, abuelo?
—¡Era la Tentación! repuso el viejo. Y al ver venir desde la cumbre del Pinabetoso la gran bola de fuego, me puse a temblar... pero me acordé del escapulario del Carmen que llevaba en el pecho, y agarrándolo con la mano izquierda, me persigné tres veces con la derecha. En ese momento la bola pasó sobre mí sin tocarme...


El mocetón recio y brutal se levantó calladamente para atizar la fogarata; la luna parecía, naufragar entre un oleaje de nubes plomizas; yo continuaba mis paseos a lo largo del corredor; el taconeo de mis botas producía un ruido isócrono y amodorrante; mi sombra trepaba por la pared enjalbegada, en locas embestidas, tan locas e inquietas como las mil lenguas rojas de la luminaria; la muchacha que sabía hender el ocote se destacó del corro y al dirigirse hacia su cuarto, pasó cerca de mí; iba muy pálida y los ojos le brillaban extrañamente; recordé sus dientes blancos y el amplio escote de su camisa almidonada, dentro de la cual yo había sorprendido la doble verdad de sus senos: y sentí frío en la médula y como una bola de fuego rodó por mis venas, la Tentación...


Primer Amor

 (Froylan Turcios)

   La virgen de los quince años, que nunca había amado, en una tarde escarlata interrogó al hombre taciturno sobre algunas cosas del alma. Le interrogó más bien con la mirada profunda que con los labios floridos.
-El amor us una embriaguez divina. Es la suprema angustia y la suprema delicia. Amar es sufrir, es sentir dentro del espíritu todas las tempestades y todas las alegías. Es vivir una vida fantastíca, impregnada de trizteza y de perfumes. Es soñar dulces cosas a la hora del crepúsculo y cosas extrañas en la callada medianoche. Es llevar constantemente en las pupilas la imagen de la mujer querida, y en el oído su voz, y en todo el ser la gloria de su encanto.

Ella le miraba sonriendo misteriosamente.

El continuó:
-No sé lo que una mujer peuda pensar y sentir; pero me imagino que en ustedes las sensaciones son más sutiles y más hondas.

-Habla usted de tristeza y de sufrimiento -exclamó ella-, y yo creíía que en el amor no cabían esas palabras.

-Yo me he referido únicamente al amor sin esperanza -murmuró en voz baja el taciturno-. Al hablar de tristeza y de sufrimiento me he referido al amor sin esperanza. He dicho la emoción de amar; pero no la de sentirme amado.

-Usted, pues, ¿jamás ha sido amado?

-He sido amado locamente por mujeres blancas y tristes, por vírgenes morenas y ardientes. He sido amado por muchas criaturas seductoras. Las he sentido sollazar en mis brazos y jugar con mis cabellos y cubrirme de besos apasionados. Pero en el fondo de mi alma he permanecido impasible, frío ante tus caricias.

-Entonces- dijo la jovencita-, ¿no conoce usted la verdadero placer de sentirse amado? Porque si usted no amaba, no podia gozar con el amor de las otras...

-Sí, ciertamente, no he gozado con el amor de las otras.

-No conoce usted- dijo ella gravemente- el placer de ser amado. O quizá no habrá sentido el amor.

-No conozco ese placer. Es decir, conozco, ahora, el amor; pero no la felicidad de sentirme amado. Diera la vida por una hora de esa felicidad. Usted es la única en el mundo que pudiera dármela.

Ella no contestó.
Pero entre la llama violeta del crepúsculo, la vió temblar y ponerse pálida.


Navidad
(Enrique O. Samayoa M.)

 
Los animales de una pequeña finca discutían que cuál de ellos sería el más tomado en cuenta por sus dueños, sobre todo a quién de ellos querían más los niños. El gato dijo que creía que era él, porque siempre que se acercaba a ellos corneándoles  todos lo acariciaban. El perro creía que era él por ser el que jugaba más con los niños y era el preferido. El perico pensaba que también era él, porque le permitían subirse al hombro de sus amos y hacerles cosquilla en las orejas. De esta y otra manera participaron el gallo, la gallina, los conejos, etc.
Una mula y un buey que estaban en el corral, oían atentamente y se secreteaban haciendo historia de que ellos habían sido los predilectos por haber calentado al Hijo de José y María cuando hubo la primer Navidad, por lo que el burro dijo que él había sido seleccionado para llevarlo triunfante a Jerusalén. De esta manera todos se quedaron callados pensando que por algo Dios los habían seleccionado para estar más cerca de los niños, pero que todos eran iguales hasta los más humildes, como las ovejas que estaban muy calladas, aunque ellas también habían estado atestiguando la primer Navidad.
De pronto la plática se vio interrumpida porque los niños de la casa salieron a jugar, era una noche muy hermosa, iluminada por muchas estrellas y deteniendo sus carreras y brincos uno de ellos dijo «Yo veo una estrella muy linda y grande», otro niño dijo: «no es una estrella porque tiene una luz fija y según he oído a mi padre es un planeta que se llama Venus». Todos comentaban, cuando de repente apareció un vecinito hijo del ordeñador de la finca, muy humilde, que les preguntó si podía jugar con ellos y todos lo aceptaron.
Los niños dijeron que ellos también creían que habían otras estrellas que aparecían sólo en ciertas épocas, como la que sus padres les decían, que era la que apareció en la primer Navidad y que el Niño Dios la usaba para visitarlos y traerles presentes, si se portaban bien.
El niño del ordeñador se quedó pensativo y les dijo que él creía portarse bien y que posiblemente el Niño Dios no lo quería porque a él no le traía presentes y que quien le hacía juguetes de madera era su papá.
Los animales amigos de los niños tanto los que estaban dentro de la casa como los del corral, con su finísimo y sobrenatural oído lograron escuchar la plática de sus amigos y decidieron presentarle a su Diosito lo que habían oído.
Como ya eran los días cercanos a que se celebrara la Navidad se les apareció un pequeño pastorcito que les dijo era enviado del Señor, para decirles que todos los animales eran criaturas de El, por lo que nadie debía considerarse más que otros y que tanto niños como animales eran queridos por Dios y que eso se lo deberían decir a sus amigos.
El perro preguntó que cómo podrían comunicarle a sus amigos los niños, lo que se les encargaba, ya que ellos no hablaban. El pastorcito les dijo que a través de los sueños ellos platicarían con sus amigos y que tres días antes de la Navidad iban a sentir sueño tempranamente; que entonces se encontrarían en un gran jardín, animales y niños, incluyendo al hijo del ordeñador, para que planificaran cómo celebrar ese hermoso día.
Así sucedió, el 21 de diciembre todos estaban tempranamente con sueño y se acostaron y soñaron lo mismo; entre ellos estaba el pastorcito, rodeado de muchas ovejas, sentado en una roca rodeada de flores, los niños sentados a su alrededor y los animalitos acompañándoles.
¿Cómo vamos a celebrar la Navidad? Preguntaron los niños. El hijo del ordeñador se paró y les recordó que en el patio de la casa estaba un pequeño pino el que podrían adornar con frutas, como naranjas, mínimos (bananos), mandarinas, ciruelas, granadillas, limas, limones y muchas frutas más. El partorcito agregó que él las haría brillar con polvo de estrellas y que en el pie del árbol pusieran imágenes que recordaran cómo había venido el Niño Dios. Los niños aplaudieron, el gato maulló, el perro ladró, la vaca mugió, el burro rebuznó, la mula relinchó, las ovejas balaron y todos muy alegres preguntaron: <
¿Y LOS REGALOS?
Bueeeeno, dijo el pastorcito rascándose la cabeza, veremos cómo les ayudamos a sus padres para que les consigan los regalos, pero todos tendrán regalos, así que hagan su lista, no la escriban, sólo piensen y yo me encargaré de que no se olvide nada.
Al día siguiente todos se despertaron muy contentos y no dijeron nada a sus padres, de inmediato fueron a conseguir las frutas y trabajaron mucho colocándolas con todo cuidado, así que el 24 el árbol estaba muy bien arreglado y al pie de él estaban las figuras que representaban el pesebre con todos los animales, por lo que las ovejas, la mula y el buey estaban muy orgullosos de estar allí representados.
PERO EL ÁRBOL NO BRILLABA.
Los niños por la noche llamaron a sus padres para que vieran su obra y les dijeron que el árbol y sus frutas brillarían, los padres incluyendo al ordeñador se quedaron viendo entre sí creyendo que sus niños estaban soñando y preguntaron ¿que cuándo brillaría el árbol? Todos en coro dijeron:
«NO SABEMOS, PERO BRILLARA».
Al llegar la medianoche los padres llamaron a sus hijos porque ya se aproximaba el momento por todos esperado, pero el hijo del ordeñador dijo «Yo creo ver un cometa». Todos corrieron afuera y lo maravilloso fue que de la cola del cometa bajaba el polvo de estrellas, entonces el árbol y todas las frutas se iluminaron y bajo de él aparecieron muchos regalos cada cual con el nombre de cada niño y apareció un gran letrero que decía.
«FELIZ NAVIDAD».






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